La Casa de las Ventanas de Oro

por **ana maria** Vie 12 Abr 2024, 11:39

La Casa de las Ventanas de Oro

Érase una vez un chico que trabajaba muy duro todo el día, en el campo, en el granero y en el cobertizo, porque su familia se dedicaba a la agricultura, pero cuando el sol se ponía sus obligaciones terminaban y el muchacho subía a la cima de una colina cercana a la granja y miraba hacia otra colina que se elevaba justo enfrente, a algunos kilómetros de distancia.

En aquella lejana colina había una casa que tenía las ventanas de oro. Brillaban y resplandecían de tal manera, que el chico tenía que entornar los ojos para poder admirarlas. Pero no duraba mucho la fantástica visión ya que, después de un rato, la gente que habitaba en aquella casa debía de cerraba los postigos y, al hacerlo, la casita parecía una granja cualquiera. El chico suponía que hacían aquello porque era la hora de la cena y luego debían de entrar en la casa, y comer y después se acostaban. Cuando la oscuridad lo envolvía todo, el muchacho regresaba a su casa para pasar también la noche.

Un mañana el padre del chico lo llamó y le dijo:

—Hoy no te necesitaré. Has sido un buen hijo y me has ayudado mucho, así que te has ganado un día libre. Toma este día como solo tuyo y haz lo que te apetezca; pero intenta aprender alguna cosa nueva.

El chico agradeció a su padre el regalo, besó a su madre y a su hermana pequeña; se metió un trozo de pan con queso en la mochila y se fue en busca de la casa de las ventanas de oro.

Era agradable caminar. Sus pies dejaban marcas en el polvo blanco del camino, y cuando miraba hacia atrás, las huellas parecían estar siguiéndolo y le hacían compañía. Su sombra también se mantenía a su lado y bailaba o corría con él a su antojo; así que la caminata fue muy alegre.

Después de andar un rato sintió hambre y se sentó junto a un arroyo que corría a través de los alisos junto al camino, y comió y bebió el agua clara. Al terminar, esparció las migajas para que los pájaros se alimentaran, tal y como su madre lo hacía siempre, y siguió feliz su camino en busca de la casa de las ventanas de oro.

Ya era mediodía cuando divisó una alta colina verde; y allí, en la cima, estaba la casa; pero parecía que los postigos estaban cerrados, porque no podía distinguir las ventanas de oro. Llegó a la casa y entonces bien podría haber llorado, porque las ventanas no eran de oro, sino de cristal transparente, como todas las ventanas, y no se veía oro por ninguna parte.

Al ver al caminante, una mujer abrió la puerta y miró amablemente al chico y le preguntó qué quería.

—Desde la colina que hay frente a mi casa vi sus ventanas de oro y vine a verlas, pero ahora solo son de vidrio.

La mujer negó con la cabeza y se rio:

—¿Ventanas de oro? Nosotros somos granjeros y te aseguro que nunca hemos tenido oro y mucho menos en nuestras ventanas. De todas maneras, se ve mejor a través del vidrio, ¿no crees?

La mujer le pidió al chico que se sentara en el ancho escalón de piedra de la puerta y le llevó una taza de leche y un trozo de pastel recién horneado y le pidió que descansara; después llamó a su hija, una chica de la misma edad que el chico, y le pidió que hiciera compañía al joven huésped mientras ella volvía a su trabajo.

La chica iba vestida sencillamente y andaba descalza, pero su cabello era tan dorado como las ventanas que refulgían desde lejos. Condujo al chico por la granja y le mostró su ternero negro con una estrella blanca en la frente, y él le habló del suyo en casa, que era rojo como una castaña y con las cuatro patas blancas. Luego, se partieron una manzana y se hicieron amigos. El muchacho, entonces, le contó el misterio de las ventanas de oro. La chica asintió y le dijo que ella también la había visto muchas veces, conocía muy bien la casa de las ventanas de oro, solo que él se había confundido:

—¡Has venido por el camino equivocado! —le dijo—. Ven conmigo y te mostraré la casa de las ventanas de oro, podrás ver tú mismo dónde está.

Se dirigieron a una loma que se alzaba detrás de la granja. La chica le advirtió que las ventanas doradas solo se podían ver a aquella hora del día, cerca de la puesta del sol.

—¡Sí lo sé! —dijo el chico.

Al llegar a la cima de la loma, la chica se volvió y señaló; y allí, en una colina lejana se alzaba una casa con ventanas de oro, tal como él las había visto también. Y al mirar mejor, el chico se dio cuenta de que era su propia casa.

Entonces le dijo a la muchacha que debía irse, pero le prometió volver. Sin embargo, no le reveló lo que había descubierto. Bajó la colina, se giró, contempló a su nueva amiga a la luz del atardecer, con su cabello de oro ondeando al viento y se despidió de ella agitando la mano.

El camino de regreso a casa fue largo y ya estaba oscuro antes de llegar; pero lo guiaban la luz de las lámparas de su hogar y el fuego de la chimenea brillando a través de las ventanas, que ahora eran casi tan brillantes como las que había visto desde la cima de la colina; y cuando abrió la puerta, su madre lo besó, y su hermanita corrió a echarle los brazos al cuello, y su padre lo saludó con una sonrisa desde su asiento junto al fuego.

—¿Has tenido un buen día? —le preguntó su madre.

—Un día excelente —contestó el muchacho.

—¿Y has aprendido algo? —le preguntó su padre.

—¡Sí! —respondió—el chico—. He aprendido que nuestra casa tiene las ventanas de oro.

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