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Lo Siento sin Excusas
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Lo Siento sin Excusas
=#000099]Lo Siento sin Excusas
Alberto estaba sentado en la parada del metro esperando que llegara el siguiente tren. Hablaba por teléfono con un amigo acerca de un problema que había tenido con su hija Alba.
—Hoy he metido la pata con ella. Y la he metido hasta el fondo. Lleva varios fines de semana saliendo hasta las tantas, esta mañana se ha levantado tardísimo y andaba arrastrándose por toda la casa...
—(...)
—Sí, ya lo sé, pero déjame que te lo acabe de contar: ha ido a la cocina y lo primero que ha hecho es romper un vaso. Cuando yo he entrado, me la he encontrado pasmada, incapaz de hacer nada. Le he pegado una bronca monumental; le he dicho que no podía arrastrarse todo el día vagando como un alma en pena por la casa, y que todo era culpa de sus salidas nocturnas. Que se iban a acabar de golpe si seguía así...
Mientras seguía hablando con su amigo, de repente reparó en un hombre de avanzada edad que se había sentado en su mismo banco.
Alberto continuó su conversación sin inmutarse.
—Mi hija se ha encerrado en su habitación, y al rato me ha venido su hermana y me ha dicho: “Papá, Alba no salió ayer. Se ha pasado la noche en blanco porque no se encontraba bien. Todo esto no tiene nada que ver con sus salidas nocturnas”. O sea, que he metido la pata.
—(...)
—Sí, está claro, pero no sé qué hacer. Creo que lo mejor será que deje pasar unos días, y que todo vuelva a la normalidad. Procuraré organizar una cena fuera, en algún sitio que le guste...
—(...)
—¿Y qué quieres que haga? La verdad es que no se me ocurre nada más.
En aquel momento, el tren entró en la estación.
Alberto se levantó, y todavía con el móvil en la oreja, miró fugazmente al hombre mayor y le hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida. Este, mirándole a los ojos, le dijo en una voz clara y audible:
—Lo siento.
Alberto frenó y se lo quedó mirando con cara de no comprender nada.
—Lo siento, esto es lo que tienes que decirle –le insistió el hombre.
Alberto se quedó parado. El tren había abierto ya las puertas y tenía que entrar. Pero, al mismo tiempo, aquel comentario había captado poderosamente su atención. En una decisión totalmente impulsiva, colgó el móvil, volvió al banco y se sentó al lado del desconocido. Este continuó:
—Solo son dos palabras y, sin embargo, a tu hija le harán mucho bien.
Alberto se desarmó. Sabía que, en el fondo, aquel hombre mayor, fuese quien fuese, tenía razón. Pero le costaba tanto... El hombre, sintiendo el debate interno de Alberto, se apresuró a explicarse:
—Nos cuesta mucho pedir perdón y, no obstante, pedir perdón sinceramente es balsámico para las relaciones. Una disculpa auténtica produce un efecto inmediato entre las personas que se quieren. De repente, estamos viendo el conflicto desde otro punto de vista, desde la voluntad de superarlo y de reencontrarnos emocionalmente. Un simple “Lo siento” abre las puertas de la empatía en los demás.
Alberto se iba hundiendo en el banco. Sabía que aquel hombre tenía toda la razón, pero algo le impedía hacerlo. Llegados a ese punto, decidió sincerarse:
—Le entiendo, y lo tengo claro. Pero ¿qué ocurrirá con mi autoridad? Mi hija verá que soy vulnerable. Le estaré mostrando mi inseguridad. ¿Cómo me hará caso en adelante?
El hombre lo miró con ojos serenos. Le dijo:
—¿Puedo llamarte por tu nombre?
—Sí, claro. Me llamo Alberto.
—Yo soy Max. Encantado de conocerte. Verás Alberto, la disculpa es de los valientes.Las soluciones que tu sugerías, como dejar pasar el tiempo o salir a cenar, esas son de los inseguros. Se necesita una enorme seguridad en uno mismo para disculparse.
El que no sabe pedir perdón es el verdaderamente vulnerable
Alberto estaba alucinado. No se podía creer que en el metro estuviera aprendiendo una lección tan importante de un absoluto desconocido.
—Hay gente que se disculpa añadiendo una excusa. Dicen cosas como “Lo siento, pero me hiciste perder los estribos”, o “Lo siento, pero es que me provocaste”. Y esta disculpa no sirve. Es una disculpa para quedarse por encima y llega al otro cargada de reproche. Es una disculpa poco valiente
—Ya, pero a veces es así, a veces el otro tiene una buena parte de culpa.
—Alberto, la disculpa es una decisión personal. Yo decido disculparme porque creo que te he hecho algo que no ha estado bien. Y eso es independiente de lo que tú me hayas hecho a mí. La disculpa llama a la disculpa, y si tú has hecho algo, probablemente también te disculparás. Pero si no, no pasa nada. Yo respondo por mis actos y si percibo que he hecho algo mal, te ofrezco mi disculpa.
Alberto se quedó pensativo. Max tenía toda la razón. Él debía responder por sus actos.
Y, además, en el episodio con su hija no había excusa posible. Lo tenía claro: necesitaba urgentemente plantarse delante de Alba y decirle las dos palabras que tenían más sentido en esta historia: “Lo siento”.
Sin grandes explicaciones ni excusas, sin edulcorantes ni eufemismos. Simplemente, “Lo siento”.
Se volvió para darle las gracias a su clarividente desconocido, pero se encontró con el banco vacío. Instintivamente, puso la mano en el lugar que había ocupado el hombre y sintió el frío tacto del hormigón del banco. Como si todo aquel episodio jamás hubiera sucedido.
En su desconcierto, un nuevo tren entró en la estación. Alberto se levantó para tomarlo. Al entrar, se dio un golpe con un pasajero que salía. ¿De quién era la culpa? Sin pensarlo ni un instante, le dijo:
—¡Lo siento!
Ferran Ramon-Cortés
Alberto estaba sentado en la parada del metro esperando que llegara el siguiente tren. Hablaba por teléfono con un amigo acerca de un problema que había tenido con su hija Alba.
—Hoy he metido la pata con ella. Y la he metido hasta el fondo. Lleva varios fines de semana saliendo hasta las tantas, esta mañana se ha levantado tardísimo y andaba arrastrándose por toda la casa...
—(...)
—Sí, ya lo sé, pero déjame que te lo acabe de contar: ha ido a la cocina y lo primero que ha hecho es romper un vaso. Cuando yo he entrado, me la he encontrado pasmada, incapaz de hacer nada. Le he pegado una bronca monumental; le he dicho que no podía arrastrarse todo el día vagando como un alma en pena por la casa, y que todo era culpa de sus salidas nocturnas. Que se iban a acabar de golpe si seguía así...
Mientras seguía hablando con su amigo, de repente reparó en un hombre de avanzada edad que se había sentado en su mismo banco.
Alberto continuó su conversación sin inmutarse.
—Mi hija se ha encerrado en su habitación, y al rato me ha venido su hermana y me ha dicho: “Papá, Alba no salió ayer. Se ha pasado la noche en blanco porque no se encontraba bien. Todo esto no tiene nada que ver con sus salidas nocturnas”. O sea, que he metido la pata.
—(...)
—Sí, está claro, pero no sé qué hacer. Creo que lo mejor será que deje pasar unos días, y que todo vuelva a la normalidad. Procuraré organizar una cena fuera, en algún sitio que le guste...
—(...)
—¿Y qué quieres que haga? La verdad es que no se me ocurre nada más.
En aquel momento, el tren entró en la estación.
Alberto se levantó, y todavía con el móvil en la oreja, miró fugazmente al hombre mayor y le hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida. Este, mirándole a los ojos, le dijo en una voz clara y audible:
—Lo siento.
Alberto frenó y se lo quedó mirando con cara de no comprender nada.
—Lo siento, esto es lo que tienes que decirle –le insistió el hombre.
Alberto se quedó parado. El tren había abierto ya las puertas y tenía que entrar. Pero, al mismo tiempo, aquel comentario había captado poderosamente su atención. En una decisión totalmente impulsiva, colgó el móvil, volvió al banco y se sentó al lado del desconocido. Este continuó:
—Solo son dos palabras y, sin embargo, a tu hija le harán mucho bien.
Alberto se desarmó. Sabía que, en el fondo, aquel hombre mayor, fuese quien fuese, tenía razón. Pero le costaba tanto... El hombre, sintiendo el debate interno de Alberto, se apresuró a explicarse:
—Nos cuesta mucho pedir perdón y, no obstante, pedir perdón sinceramente es balsámico para las relaciones. Una disculpa auténtica produce un efecto inmediato entre las personas que se quieren. De repente, estamos viendo el conflicto desde otro punto de vista, desde la voluntad de superarlo y de reencontrarnos emocionalmente. Un simple “Lo siento” abre las puertas de la empatía en los demás.
Alberto se iba hundiendo en el banco. Sabía que aquel hombre tenía toda la razón, pero algo le impedía hacerlo. Llegados a ese punto, decidió sincerarse:
—Le entiendo, y lo tengo claro. Pero ¿qué ocurrirá con mi autoridad? Mi hija verá que soy vulnerable. Le estaré mostrando mi inseguridad. ¿Cómo me hará caso en adelante?
El hombre lo miró con ojos serenos. Le dijo:
—¿Puedo llamarte por tu nombre?
—Sí, claro. Me llamo Alberto.
—Yo soy Max. Encantado de conocerte. Verás Alberto, la disculpa es de los valientes.Las soluciones que tu sugerías, como dejar pasar el tiempo o salir a cenar, esas son de los inseguros. Se necesita una enorme seguridad en uno mismo para disculparse.
El que no sabe pedir perdón es el verdaderamente vulnerable
Alberto estaba alucinado. No se podía creer que en el metro estuviera aprendiendo una lección tan importante de un absoluto desconocido.
—Hay gente que se disculpa añadiendo una excusa. Dicen cosas como “Lo siento, pero me hiciste perder los estribos”, o “Lo siento, pero es que me provocaste”. Y esta disculpa no sirve. Es una disculpa para quedarse por encima y llega al otro cargada de reproche. Es una disculpa poco valiente
—Ya, pero a veces es así, a veces el otro tiene una buena parte de culpa.
—Alberto, la disculpa es una decisión personal. Yo decido disculparme porque creo que te he hecho algo que no ha estado bien. Y eso es independiente de lo que tú me hayas hecho a mí. La disculpa llama a la disculpa, y si tú has hecho algo, probablemente también te disculparás. Pero si no, no pasa nada. Yo respondo por mis actos y si percibo que he hecho algo mal, te ofrezco mi disculpa.
Alberto se quedó pensativo. Max tenía toda la razón. Él debía responder por sus actos.
Y, además, en el episodio con su hija no había excusa posible. Lo tenía claro: necesitaba urgentemente plantarse delante de Alba y decirle las dos palabras que tenían más sentido en esta historia: “Lo siento”.
Sin grandes explicaciones ni excusas, sin edulcorantes ni eufemismos. Simplemente, “Lo siento”.
Se volvió para darle las gracias a su clarividente desconocido, pero se encontró con el banco vacío. Instintivamente, puso la mano en el lugar que había ocupado el hombre y sintió el frío tacto del hormigón del banco. Como si todo aquel episodio jamás hubiera sucedido.
En su desconcierto, un nuevo tren entró en la estación. Alberto se levantó para tomarlo. Al entrar, se dio un golpe con un pasajero que salía. ¿De quién era la culpa? Sin pensarlo ni un instante, le dijo:
—¡Lo siento!
Ferran Ramon-Cortés
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