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El Artesano
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El Artesano
EL ARTESANO
La quebrada tenía tantos colores, que era imposible determinar dónde cambiaban. El paisaje era fabuloso, impactante, enorme. Los caminos, un poco de ripio y un poco de asfalto más roto que sano, nos llevaban hasta bien adentro de la región. Prácticamente no había casas por ahí, la soledad era algo más que una lejanía de otras personas, era más una forma de vivir, una sensación de seguridad, a salvo del ruido y el apuro.
Esas montañas estaban ahí desde nadie sabe cuándo, todo tan antiguo y a la vez tan vivo, tan sobrecogedoramente vivo. Las escasas y pequeñísimas viviendas que veíamos parecían más minúsculas aún, al lado de las paredes de piedra, y el río, que por momentos desaparecía de la vista. Algunos pájaros, volaban muy alto sobre la quebrada. Después sabríamos que eran cóndores, los reyes indiscutidos de las alturas.
Cruzamos un vado sobre un arroyo casi seco, y vimos una casita sobre el lado derecho de la ruta, pero unas decenas de metros hacia adentro, bajo unos árboles grandes, muy viejos. Bajamos a mirar el paisaje, y vimos que había un precario mostrador hecho con ramas, en el caminito de tierra que llevaba a la casa. Sobre él, se exhibían objetos de cerámica, esa cerámica negra propia de la región, y tan hermosa.
Lentamente, se acercaba un anciano, un hombre encorvado, con los rasgos típicos de las tribus que habitaron la quebrada muchos años atrás. Nos saludó en voz baja, como toda la gente que vive en esas latitudes, donde nadie habla alto, porque el silencio permite oírse aún a distancia.
Entablamos una conversación liviana, hasta que le pregunté de sus cerámicas. Ahí pareció surgir desde su cuerpo anciano, un príncipe de la tribu mataco. Se puso feliz de que alguien quisiera saber, y contó. Nos dijo que nunca fue a la escuela, que siempre había sido pastor y que vivía solo desde que su esposa murió y sus hijos se fueron a la ciudad. Se sostenía con lo que la tierra le daba. Y era un artista. "Artista pobre" decía él.
Había que ver sus cerámicas para descubrir el espíritu milenario que le daba fuerza y arte para realizarlas. Tenían formas de animales, y seres de su propia mitología. Las acariciaba como si fueran niños, las recorría con sus manos duras de trabajo, siguiendo las líneas, reconociéndolas como si tuviera que encontrarlas en la oscuridad, sabiendo cuál es cuál. Sus ojos estaban húmedos cuando nos dijo que casi nadie pasaba ya por allí, y por ende, casi nadie compraba sus obras. Por detrás, se acercaba un perro sin raza, que vino a frotarse contra sus piernas. "Este es mi único amigo", dijo el hombre. "Ya todos los demás se fueron, a la ciudad, o para arriba", agregó señalando al cielo con el pulgar.
Estudié con atención sus trabajos, y le dije que quería llevármelos. Contestó que no, que mejor me los regalaba, porque ya no le importaba venderlos, prefería dármelos porque veía que los valoraba. No hubo manera de convencerlo, hasta que accedió a venderme sólo dos, y me regaló otros dos.
Nos despedimos diciéndonos "Hasta pronto", pero todos sabíamos que no sería así. Éramos viajeros, y no volveríamos por allí, quizá nunca más. Cuando nos alejábamos, lo ví caminar despacito hacia su casa, con el perro, en la soledad y el silencio de la quebrada. Me paré a verlo una vez más, y lo observé sentarse en un banquito de ramas, cerca de su montón de arcilla. Puso las manos en ella, y yo creo que comenzó a idear una nueva pieza, algún animal de la tierra, o un espíritu tribal, o una esperanza. Casi no había luz, y nos íbamos. Lo dejamos ahí, como había estado tanto tiempo, solo en las montañas.
Por la misma casualidad que genera encuentros y desencuentros, volvimos a tomar ese camino, algunos años después. Yo tenía ansiedad por llegar al lugar donde conocimos a aquél hombre, quería verlo otra vez. Cuando alcanzamos a ver la casa, nos detuvimos y bajé a buscarlo. Clavado en un poste hecho con una rama gruesa, había un cartel mal escrito y de letras blancas sobre un trozo de chapa. Decía: "En venta. Por cerámicas, consultar a Pedro Moral, hijo."
Nunca nos dijo su nombre, ni se lo preguntamos. Nos quedó su imagen, y sus obras. Cuando me alejaba y me volví, otra vez, a mirar todo de nuevo, me imaginé que nos saludaba con la mano.
El tiempo pasa, las cosas desaparecen, los objetos se pierden. El espíritu permanece.
ana maria- ♕-Princesa
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