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El Terito
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El Terito
El terito
Venía no sólo de una geografía diferente. Venía también de un ritmo diferente. Tal vez por eso nosotros notábamos en ella ese hambre de entrar en contacto con todo lo cercano. Le encantaba andar a caballo, subirse a los árboles, cortar flores, traer agua con un balde desde el molino, prender el fogón con astillas de algarrobo, juntar capullos de algodón de la misma planta y con la mano.
Diría que parecía querer liberarse de su obligación pueblera de comunicarse sólo a través de las palabras o de las ideas. Tenía como hambre de un diálogo más total y realizado con todo su ser. Diría que se asombraba de poder escuchar con los ojos y de conversar con las manos, viviendo de cerquita lo que había imaginado de lejos.
Pero tenía un caudal de palabras. Sobre todo cuando entrábamos en la noche. Parecía como que le molestara el silencio. Me parecía como que se protegía de la noche hablando. No sentía el sueño como amigo. Necesitaba acostarse tarde y se levantaba tarde.
Por la mañana cumplía con todo un ritual que nosotros no acostumbrábamos.
Parecía como que necesitara hacer la mañana a través de sus dientes, su cara, su cabello. Ocupada de sí misma en su equiparse para el día, no tenía tiempo ni oportunidad de contemplar y oír toda la liturgia que los animales, la madrugada y los pájaros oficiaban al inicio del día. Ocupada en el construir y organizar, parecía incapacitada para percibir, recibir y admirar. Ocupada en organizarse, se perdía los gallos, los benteveos, la despedida de las estrellas que se iban del cielo y la de las ovejas que se iban del corral.
Con todo, reconozco que tenía un alma muy sensible. Se encariñó con el terito de nuestro jardín. Tal vez lo que le gustaba era un jardín con un terito adentro. Un jardín con vida. Un jardincito con capacidad de alerta; que fuera capaz de anunciar con su grito alegre la presencia del que llega.
Por eso empezó a soñar con tener también ella, allá en la ciudad, un jardincito suyo, con un terito dentro.
Y como era imaginativa y emprendedora, comenzó desde entonces a reunir todo lo necesario para equipar su jardincito, copiándose del nuestro.
Del monte se trajo unas pencas y algunos cardos de hojas coloradas. Mamá le dio algunos gajos de malvón y un par de estacas de rosa. Llevó semillas de enredadera. Hasta recuerdo que se llevó una pequeña lata para hundirla en el suelo y llenarla de agua para que bebiera el terito de su jardín.
Y se volvió a la ciudad bien equipada y llena de proyectos. Como era emprendedora y decidida, gastó allí horas y horas organizando su pequeño jardín, soñando con el terito. Distribuyó sus rosas, las pencas y malvones; y hasta hizo almácigos. Recordaba que al terito le gustaba picotear los almácigos en busca de bichitos. Y pronto tuvo todo listo y preparado.
Pero fue entonces cuando se dio cuenta de que a su jardincito le faltaba algo. Le faltaba el terito. .y que todo su esfuerzo por organizarlo no había logrado generar el terito.
Y entonces empezó a desanimarse. Y con ello a descuidar su jardín. No lograba comprender cómo, a pesar de tanto esfuerzo y dedicación, el resultado era prácticamente nulo. Diría que estaba cansada por el esfuerzo y desilusionada por el resultado.
Y en ese estado regresó al año siguiente. Y me pareció descubrir que hasta miraba con algo de bronca al terito de nuestro jardín paseándose entre pencas, rosas y malvones mucho menos cuidados que los suyos.
Fue la tarde la despedida. Cuando ya todo estaba listo y el sulki por salir. Digo que fue justo en ese momento, el menos oportuno para un recibimiento, cuando a mi amiguita le trajeron un terito. Chiquito y tibio; puro gritito y pulmón. Cogote largo y patitas que parecían no querer sostenerlo, porque se apoyaba con todo su cuerpo en el hueco de la mano como si fuera un terrón del potrero.
Mi amiguita se encontró de repente con el terito entre las manos y sin saber qué hacer. No tenía nada preparado para acogerlo, ni dónde colocarlos. ¡Si le hubieran avisado antes!
niños, encontrar un tero es siempre un acontecimiento sorpresivo. Aunque todos sepan que el campo está poblado de teros.
La cuestión fue que mi sorprendida amiga se encontró de repente al comienzo de un largo viaje, y con un terito tibio en el hueco de la mano. Y entonces fue lógica: obró por intuición. Una pequeña intuición para el momento. Tomó una caja de zapatos, lo puso al terito dentro, y con el dedo le hizo a la tapa cinco o seis agujeritos para que el terito no se ahogara.
Estructura provisoria, pero absolutamente indispensable para llevarse vivo al terito. Pequeña exigencia del terito, pequeño y tibio: puro pulmón y gritito.
Allá en su casa ya no tenía nada preparado para recibirlo. Ponerlo en el jardín y exponerlo a los gatos de la ciudad no era posible con un tero tan chiquito e indefenso. Por eso tuvo que vaciar un cajón de manzanas y armarle un refugio en su misma pieza. Sobre todo cuando caía la noche. Porque cuando entraban en la noche, ella tenía que traer su terito a la intimidad para protegerlo.
Y así el terito fue creciendo, y generando en su crecer sucesivas exigencias correspondidas por sucesivas intuiciones que iban pidiendo soluciones provisorias para “el mientras tanto”.
Pero lo que entusiasmaba a mi amiguita, lo que hacía que los esfuerzos valieran la pena, era que ahora tenía un terito vivo que iba creciendo. Y en su crecer le iba sugiriendo la manera de organizar el jardincito para compartirlo juntos.
Resultó un jardín muy distinto al nuestro. Vivían en otro clima y estaban obligados a otro ritmo.
publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
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