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La lentitud del Impaciente
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La lentitud del Impaciente
La lentitud del impaciente
Al detenerse el tren, Eva leyó aliviada el nombre de su estación de destino. Había llegado. Tras saltar del vagón, preguntó por el maestro Wei con una frase que había memorizado.
Los campesinos que rondaban por el pequeño apeadero señalaron diferentes lugares en las colinas circundantes, sin ponerse de acuerdo. Finalmente, un joven que hablaba un poco su idioma le dijo:
—No se preocupe por encontrar al maestro. Si ha decidido recibirla, él la encontrará a usted.
Tras este mensaje inquietante, Eva comprobó asustada que la estación se vaciaba de viajeros y curiosos. Empezaba a caer la tarde y no pasaría otro tren hasta la mañana siguiente.
Aferrándose a las palabras del joven, cargó su mochila al hombro y se internó por el único sendero que partía del apeadero.
Mientras atravesaba los campos en busca de la casa de Wei, sintió cómo se iba llenando de furia. Tras pagar en su ciudad un mes intensivo con aquel maestro en artes marciales, había anunciado el día de su llegada e incluso el tren que tomaría, pero nadie había ido a buscarla.
En medio de estos pensamientos, vio a un anciano escuálido inclinado sobre un seto de flores silvestres y se dirigió a él. Al preguntarle por el maestro Wei, el campesino le contestó en su idioma:
—Soy yo. ¿En qué puedo servirla?
Asombrada, Eva le explicó atropelladamente que llevaba años practicando aquella disciplina de artes marciales, y que su instructor le había recomendado que trabajara aquel mes intensivo con él antes de prepararse para la maestría.
—Entiendo que no le avisaron de que venía hoy –concluyó ella para disculparle.
—Sí que me avisaron. Tu habitación está lista. La compartirás con otros tres discípulos que ahora están preparando la cena.
Eva no podía creer lo que estaba oyendo. Saltándose el respeto que un aprendiz debe a su maestro, repuso:
—Si le avisaron... ¿cómo es que nadie me ha venido a buscar a la estación?
—Eres lo bastante despierta para hallar el camino.
—Pero, sin ninguna indicación, podría haber tardado mucho en encontrarle... o en que usted me encontrara a mí.
—Es posible, pero ¿qué prisa hay?
Escandalizada, la discípula no dudó en contestar:
—Según mi inscripción, el curso tiene su inicio hoy.
—Tal vez ya ha empezado y tú no te has dado cuenta.
Tras esta conversación desconcertante, el maestro la citó para la enseñanza después de la cena y la llevó hasta la casa donde residían los alumnos. Eva se relajó de inmediato ante la bella simplicidad de las habitaciones y la armonía que reinaba en el lugar.
Mientras deshacía su mochila e iba conociendo al resto de los alumnos, fue pensando con entusiasmo en las preguntas que formularía al maestro.
Llegada la hora, se reunieron todos alrededor de Wei, que, con una taza de té en la mano, atendía a las dudas de los discípulos. Tras resolver varias consultas sobre movimientos y una sobre cómo acompasar la respiración, Eva levantó la mano.
Wei bajó la cabeza para invitarla a hablar.
—Tengo entendido que, después de este mes intensivo, si tomo clases en mi país dos días por semana, en un año habré alcanzado la maestría.
—Así es.
—En ese caso, estoy pensando en asistir a clase todos los días de la semana, a mi regreso.
—En ese caso –dijo Wei– tardarás dos años en alcanzar la maestría. Cuatro si vas mañana y tarde.
Los alumnos estallaron a reír, pero el maestro les hizo callar alzando la mano. Su rostro grave expresaba que no había hecho ninguna broma.
—La impaciencia y la ansiedad no aceleran el curso de las cosas –explicó Wei–, sino todo lo contrario.
Imaginad que tirarais del tallo de una flor para que creciera más rápido. Al final se rompería y tendríais que plantarla de nuevo
No se puede forzar el ritmo de la vida. Por eso, cuanta más prisa tengas, más lenta avanzarás, porque tendrás que parar o incluso deshacer el camino si te has equivocado.
—¿Puede explicarnos este concepto, maestro? –preguntó un discípulo.
Wei sonrió y, tras apurar su taza de té, dijo:
—Cuentan que, en un país lejano, un explorador europeo contrató a varios porteadores para que atravesaran la selva con todas las provisiones. Tras muchas horas caminando sin cesar, finalmente se sentaron en el suelo. Cuando el explorador les preguntó por qué no seguían, el jefe de los porteadores dijo:
“Hemos caminado tan rápido que nuestras almas se han quedado atrás y ya no sabemos por dónde vamos. Ahora tendremos que esperar a que nos alcancen”
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